JG — Sí, es cierto. Enrique es una leyenda y yo lo tomé como tal. Él puede desarticular cualquier discurso. Yo lo comparo con los sabios taoístas, para mí es un Chuang Tzu de bares. Enrique, hasta donde yo sé, no tiene propiedades, ni dinero ni libros ni posesiones, ni siquiera sé si tiene amigos duraderos. Un maestro debe provocar y sería un error tomarlo al pie de la letra. Yo siempre tomé sus “enseñanzas” como provocaciones. Si vos ibas a un recital él te preguntaba si te gustaba ver un tipo arriba del escenario mientras vos estaba abajo. “¿Y encima pagaste?” te preguntaba, y se reía. No hay argumento válido contra esas rupturas del discurso imperante. Así eran sus monólogos, improvisaciones fulgurantes que no podían ser repetidas ni conceptualizadas ni representadas. Una vez me acerqué a él, tenía la mirada perdida hacia el Parque Lezama. En su mente estaba escribiendo un poema y me lo recitó, como se lo podría haber recitado a cualquiera. Era algo maravilloso. Pero yo, que memorizo poemas enteros de San Juan de la Cruz, no podría repetir una sola palabra. Allí va él, escapando de la cárcel del concepto.
Vera Land, la jefa de redacción de “Cerdos y Peces”, también es una leyenda y, aun con todo su vuelo, fue el cable a tierra para que esa revista fuera posible. La recuerdo tan dulce como sacada, siempre estaba linda, nos enseñaba los aspectos técnicos del periodismo y sus ojos tenían un brillo que seducía y asustaba. Como las personas que descubren la verdad del mundo, están allí para darte indicios, pero a la vez te dicen “yo no te voy a mostrar nada, construí tu maldito sentido”.
Y también quiero nombrar a alguien muy diferente pero que considero un maestro: César Aira. Me bastó asistir a las cuatro charlas que dio en el Centro Cultural Rojas sobre Alejandra Pizarnik para entender cómo se podía pensar la literatura: relacionando, derivándose, desarmándola como un artefacto y atacando todos los presupuestos. Sus análisis literarios me recuerdan a Maurice Blanchot, otro de mis favoritos, pero con esa dosis de ironía tan propia de Aira, que también tiene algo de maestro oriental.
Con respecto a la “Vestite y Andate”, yo la veo como una experiencia artística. Cuando se unió mi amigo, el diagramador Gastón Pérsico junto a su pareja, la talentosa Cecilia Szalkowicz, el proyecto tomó una nueva forma. Cuando llegaban las notas, Gastón y Cecilia las repartían entre diversos diagramadores. El resultado era sorprendente. Entonces, el formato periodístico que le imprimía Fernanda Simonetti o el giro más literario que le hubiera dado yo, se transformaba en ese conglomerado de cosas que fue la revista. Juan Pablo Liefeld aportaba una mirada política que a la larga hubiera podido desarrollarse mucho más, Juan Manuel De Cillis acercaba su versión sobre las raves o sobre los hechos hacia donde la vida lo llevaba y Analía Romeo traía siempre notas bien hechas, que tenían un estilo propio. Hicimos doce números. Participamos en dos exposiciones en el Centro Cultural Recoleta y ganamos un premio a mejor revista alternativa en un evento. Con tensiones internas, por supuesto, pero también con la alegría de haber vivido esa época y terminar antes de la debacle económica del 2001 y de la hegemonía de la web. Recuerdo el bar “El Mirador”: Tom Lupo hacía el Cabaret Poético y en el sótano estaba la redacción de “Cerdos y Peces”. Con los chicos de “la Vestite” armábamos la grilla o la cuadrícula de cada número en las mesas de ese bar frente al Parque Lezama. Después empezaron las ferias de revistas, y en la Casa de la Poesía “Evaristo Carriego” conocí a Santiago Vega (ahora ya muy conocido como Washington Cucurto), a Fabián Casas, a Griselda García y a Daniel García Helder. Mucha gente circulaba por allí o por “Belleza y Felicidad” y el pop hotel “Boquitas Pintadas”.